miércoles, 14 de octubre de 2009

Mediocre

Se miraba en el espejo mientras cepillaba su cabello largo y suave como algodón. Observaba una y otra vez como las cerdas del cepillo de marfil, aquel que su ahora esposo le había regalado en su cumpleaños, resbalaban suavemente una y otra vez.

Sonreía en el espejo, como practicando la forma adecuada de darle la bienvenida a su marido una hora más tarde, cuando el entrara por esa puerta y colgara su sombrero en la percha de la entrada.
Había escogido el mejor de los vestidos que el le había comprado. Se había puesto aquellas zapatillas azules que encajaban perfectamente con el estampado de flores que flotaba alrededor de su cuerpo.
Se sentía ansiosa, como cada noche que pasaba esperando el regreso de aquel que la desposó.

Después de todo, esa era la única función que cumplia a sus veinticinco años. Recibir a aquel principe que la había rescatado de aquella soledad incurable, el cual, como buen marido salía tempranamente del hogar a cumplir con su rutina de trabajo para poder cumplir con su misión como amo y señor de aquel hogar.

Su mundo había cambiado tanto que apenas recordaba la vida que anteriormente llevaba hasta conocerlo. Ahora, esperaba en casa, sumisa, tranquila, creando un paraíso personal para aquel que había entibiado su corazón. Hacía mucho que no veía a sus viejas amigas del instituto, tantoq ue se sorprendió al saber que Sabrina, aquella vieja confidente, se encontraba ahora cuidando de un hijo sin necesidad de un padre.

"Que desichada debe sentirse, pobrecita"... pensó con un poco de pena. Esperaba que todas aquellas personas que la rodearon alguna vez pudieran tener un trocito de felicidad como ella lo tenía desde que Chris había entrado a su vida.

Chris, aquel joven alto de ojos azules. Caballero valeroso que supo luchar por un lugar en su corazón. No encontraba ni un sólo defecto en él.

El la había rescatado y encontraba en el un gran impulso de gratitud y fervor. Por eso, sentía que su vida le pertenecía solo a el. Se dedicó a cumplir todos y cada uno de sus deseos, entre ellos, sacrificar su vieja vida para someterse sólo a él.

Disfrutaba del círculo social al cual él la había integrado. Aquella aristocracia bañada del brillo de cristales de candelabros que iluminaban los salones de cuantas mansiones habían visitado. Mujeres envueltas en banalidades tales como el nuevo amorio de la reina sofia o las burlas sonoras hacia la gente que con dificultad luchaba por mantener a una familia de cinco o seis hijos. Platicas en las que al inicio sólo sonreía por inercia pero que poco a poco fue integrando a su nuevo estilo de vida.

"Una mujer como tú no debe trabajar", había dicho alguna vez su ahora esposo cuando ella trató de buscar un trabajo en el cual pudiera encontrar una nueva diversion dentro de aquella armoniosa monotonía. Así que ella aceptó, permitiendole colmarla de todo aquello que el quisiera darle por montones. Cadenas de oro blanco con pequeños zafiros y rubíes como colgantes que poder mostrar en las reuniones. Vestidos de diseñadores italianos que hacían palidecer a aquellas nuevas amigas con las cuales se reunía una vez al mes para jugar su partido habitual de cartas. Todo lo que el le diera estaba bien para ella, despues de todo, la incomodidad que sentía al inicio, debido a la falta de costumbre de todo aquel lujo que su nueva vida le imponía, iba desapareciendo con el transcurso de los meses hasta convertirse en una sutil molestia.

Sí, era completamente feliz.

Esa noche de octubre era especial. La celebración de aquel día en el cual él se le había propuesto justo después de su actuación en aquel cabaret de dudosa reputación. Aquél día que, como si fuera un sueño, el principe azul llegó hasta ella para rescatarla de aquella prisión donde se encontraba montado en su caballo blanco... aunque en este caso se trataba de un moderno ferrari amarillo. Aquella noche todo se impregnaba del olor que las enormes casablancas despedían abarrotando el espacio tras bastidores, mientras sus compañeros de orquesta los miraban asombrados con la boca abierta de tal modo que parecía desencajarse.

Él había prometido llevarla a aquel nuevo restaurante francés ubicado en los suburbios, casi frente a aquél teatro donde entonó las últimas melodías que su hermosa voz había transmitido a su audiencia. "Dios!", pensó "ha pasado tanto desde aquella última vez".

Escuchó la puerta abrirse. De un salto, se levantó y corrió al encuentro con su amado. Capturó su cuello con sus fragiles manos mientras murmuraba suavemente un "bienvenido a casa".

Partieron rumbo al restaurante mientras el le contaba cómo había transcurrido su día en la oficina. Las discusiones con sus socios y las presiones de la auditoría que el gobierno haría a su empresa en unas semanas debido a un extraño movimiento de dinero dentro de ella fueron el tema de todo el camino, ella escuchando en silencio y el despotricando una y otra vez con furia contra aquellos que habían hecho notar aquella incidencia a las autoridades. Como casi todas las veces que algo pasaba en el trabajo, él estaba furioso, y ella sólo se limitaba a escucharlo, para que el se desahogara y así evitar discusiones sin fin y sin sentido.

Llegaron al lugar. Un ballet abrió las puertas del auto mientras Chris aún refunfuñando se movía rápidamente hasta donde su mujer se encontraba para escoltarla así del brazo hasta el recinto. Se inflaba de orgullo al caminar junto a ella, presumiendo su belleza como si de un trofeo se tratara, un tesoro que le había descubierto, pulido y puesto en un anaquel de cristal donde todos podían admirar su magnificencia.

Entraron al lugar, un maitré los escoltó hasta la mejor de las mesas del lugar, junto a una chimenea artificial que daba un aspecto acogedor. Como era de esperarse todo era perfecto. Esta vez en lugar de Casablancas había Lillys como centro de mesa. Cubiertos de plata y una vajilla de fina porcelana que daba miedo tocar. Ella sonrió mostrando aquellos dientes tan blancos como la luz de la luna. Se encontraba radiante, feliz, y nada podía hacer que eso cambiara.

El lugar se encontraba completamente lleno, bajo la música de fondo se podía escuchar el breve sonido que causaba las platicas de las personas, acompañados con la melodía arrítmica de los cubiertos rozando los platos de los comensales que se encontraban en el lugar. Su mente musical empezó a jugar con los sonidos, haciendola casi canturrear en silencio al compás de aquellos mágicos sonidos que la envolvieron. Había cerrado los ojos y se había encontrado con aquel lugar que había dejado abandonado en lo más recondito de su mente, imaginándose de nuevo frente a una multitud que la miraba maravillada mientras su voz los atrapaba en las notas de aquellas melodías que brotaban de su ser.

En un instante aquel recuerdo volvió a cerrarse en lo más oscuro. Abrió los ojos mientras todavía sentía el sutil pero decidido apretón que la mano de Chris había dado en su pierna. Lo miró y observó la furia aún no desatada en los ojos de su marido. Le brindó una disculpa suave para tranquilizarlo y tomó un poco de vino de la copa que se encontraba frente a ella. El suspiró satisfecho.

Degustaron el platillo de entrada en silencio. De vez en cuando ella se acercaba al rostro de su marido para plantarle un discreto beso en la mejilla, cosa que el incomodamente recibía. No era muy dado a las muestras de afecto en público, ella lo sabía, pero era imposible desperdiciar aquella hermosa velada. Quería que él se sintiera cómodo y feliz.

El platillo principal tardó un poco más de lo previsto, incluso el maitré fue a pedir disculpas ante los reclamos de Chris. Ella, mientras tanto, curioseaba con la mirada observando a la gente que acudía al lugar.

Observó en una mesa al alcalde de la ciudad con su esposa regordeta, la cuál le causaba una mezcla de gracia y ternura a la vez, debido a que, como nueva rica, ostentaba joyas enormes y ropa escandalosa, demostrando a veces de una manera un poco grotezca el poder adquisitivo que le brindaba ahora su esposo.

En otras mesas, encontró a viejos conocidos de su marido, políticos jovenes que queriendo hacer un nuevo mundo en aquella ciudad deseaban desterrar de manera discreta a toda la clase media y baja en pos de la modernidad que aquella ciudad merecía.

En otras mesas más, gente completamente desconocida, pero todos luciendo de manera impecable y armónica dentro de aquel lugar. Sin embargo, en una de las mesas contrastaba con todo aquello. Una pareja vestida de manera cotidiana, que parecía no pertenecer a aquel mundo de riquezas y ostentosidad. Incluso el mesero que les servía los miraba despectivamente, pero ellos parecían no inmutarse de nada.

Era una pareja, al parecer. Sólo podía ver de frente a una mujer bella, vestida sólo con jeans y una playera de color azul un poco desgastada pero que le lucía encantadoramente bien. Ella se reía no de manera discreta, sino de forma escandalosa y sin reservas, como si no notara como irrumpía en la armonía del mundo a su alrededor. Sin embargo, al verla no manifestaba incomodidad, sino una sonrisa, recordando que ella había sido así alguna vez, en un pasado que se veía ahora completamente remoto e irreconocible. Y en cierto modo envidiaba aquella libertad que esa chica gozaba.

Del hombre que acompañaba a la chica, no podía decir nada, sólo podía ver su espalda cubierta en parte por su cabello y la forma en la que movía sus manos mientras contaba algo que hacía reír a la joven nuevamente con una risa libre y pura.

No pudo dejar de mirarlos, de notar la armonía que existía en ellos. Una complicidad que los envolvía en un escudo que repelía la negatividad del ambiente superfluo que los rodeaba. Una complicidad que, a pesar de la devoción a su marido, no había podido encontrar con él. Un viejo recuerdo quiso aflorar pero lo cerró en su mente debido al dolor que comenzó a sentir en su pecho. Miró a su esposo quien aún esperaba bufando a que el mesero trajera el plato que tanto esperaban.

Finalmente, el mesero traía apresuradamente la comida, disculpándose mientras acercaba los platos a la mesa.

De reojo, vió que el acompañante de la mujer se levantaba y no pudo evitar mirarlo de reojo mientras se llevaba a la boca un primer bocado.

El tenedor que sostenía cayó bruscamente al plato y sus ojos se abrieron como soles. Su marido volteó a mirarla desconcertado. "¿Estás bien, querida?" preguntó con seriedad. Ella seguía observando a aquél hombre mientras se levantaba hacia lo que parecía ser el servicio. Su marido volvió a tomarla con dureza del brazo. Ella lo miró fingiendo una sonrisa que pudiera tranquilizarlo. "Todo esta bien, sólo necesito ir al tocador."

Se levantó de la mesa, sin importar lo que su esposo le decía, y camino hacia los sanitarios tratando de no correr. Tenía que calmarse, controlar todo aquello que la había envuelto como un mero maremoto de sentimientos y recuerdos. Era como si todo lo que había guardado en la jaula del olvido hubiera escapado a través de una puerta que no pudo cerrar más.

Entró al vestíbulo previo y espero. Algunas mujeres salieron cuchicheando del baño de mujeres pero ella no les dió importancia. Miraba fijamente la entrada de los caballeros, esperando a que su objetivo saliera. Sentía en su pecho un fuerte calor, una mezcla de coraje y pasión que no podía controlar.

La puerta al fin se abrió y el joven salió sin darse cuenta de que pronto sería capturado por algo imparable. Las manos de la joven lo jalaron agresivamente hacia la otra puerta sin que pudiera reaccionar. La puerta se cerró ocasionando un ruido sordo que se ocultaba gracias a la música y el murmullo.

Lo empujó contra la puerta y lo beso sin dudar. El hombre sólo se quedó ahí, congelado, por la inercia de la situación. Después de un instante, el la alejó con seguridad, pero con suavidad, de él, reprimiendo los instintos de la chica.

Se miraron. Lo que ella vió fue un rostro conocido, un recuerdo juvenil de alguien disfrazado ahora tras un cabello largo, hasta los hombros, y una barba poblada. Sin embargo, la mirada seguía siendo tan pura como la recordaba. Era aquel violinista que acompañaba su hermosa voz en cada concierto. Era aquel romance secreto que mantuvo así debido a las reglas de la compañía. Era aquel joven que llevado por el coraje y la impotencia había roto el strardivarius que heredó de su abuelo cuando miró como el hombre que ahora era su esposo le pedía su mano para raptarla del mundo al que ella pertenecía para llevarla a un mundo de superficialidad.

Lo miró y los recuerdos de las noches tumbados en el techo de su viejo apartamento, observando borrachos los luceros resplandecientes de la madrugada; las noches en la alcoba donde él le contaba mil y una historias hasta que ella se quedaba dormida mientras él acariciaba con suavidad su cabello; los desayunos en la cama mientras el tocaba con gracia la melodía que había sido compuesta solo para ella; y aquella noche donde le rompió el corazón diciéndole que necesitaba buscar alguién que pudiera ofrecerle una vida como la que merecen las princesas de aquellos cuentos que se habían quedado en su mente.

Lo miró y supo que el no encontró los mismos recuerdos que de ella habían emergido. Los ojos del hombre perdieron el brillo mientras reaccionaba ante la belleza que se encontraba frente a él. Una belleza que podía someter a cualquiera, pero para la cual el parecía ahora inmune.

La miró soltando una sonrisa de tristeza. La miró y sus manos acariciaron el cabello de la chica no con la ternura de años antes, sino con compasión. Le dió la espalda sin pronunciar palabra alguna y abrió la puerta, marchandose como si nada hubiera pasado en ese instante, nada que pudiera generar un recuerdo, una luz que encendiera el camino de ambos, ese camino que se había perdido entre la niebla del tiempo.

No había notado si habían pasado siglos o sólo unos minutos. No sintió que sus ojos estuvieran bañados de lagrimas que brotaban imparables destrozando la imagen de princesa de porcelana con la que había llegado a aquel lugar. Se enjugó los ojos y se miró al espejo. De su bolso sacó el maquillaje necesario para arreglar el gran desperfecto que el reflejo del espejo le mostraba. Cuando terminó, se lanzó una sonrisa, la más fingida y triste que jamás había salido de sus labios. Y salió con rumbo a su mesa.

Su esposo la esperaba ansioso, curioso y molesto. Ella se sentó a su lado y lo miró esbozando la sonrisa que había ensayado. Se disculpó con gracia, sin poner la misma atención que siempre le brindaba, sin molestarse siquiera por hacerlo sentir bien. "Esta muy rico", enunció cuando probó el platillo, de manera automática, queriendo transmitir normalidad.

De reojo miró al violinista y a su pareja. Los miró levantarse, felices, emborrachados de abrazos y besos que no ocultaban ante la molestia de los demás. Los miró como si se tratara de una fantasía que ella no podía vivir, como si los anhelos y deseos de la princesa se vieran inversos y se esfumaran tras la puerta de aquel lugar.

Vivía rodeada de lujos, procurada y consentida. Vestidos de gala y collares de brillantes. Bailes de salón y zapatos pulcros. Un marido que no amaba, una vida superficial y mediocre entre lujos que realmente no deseaba... una felicidad fingida, de la cual no podía escapar jamás.

1 comentario:

Angry Kitten dijo...

Mmmm... En dinero no compra la felicidad, pero prefiero llorar en un castillo que en la caja de un refrigerador debajo de un puente...

Jajaja disculpa mi comentario simplòn y baboso, fue lo que se me ocurriò XD

Muy lindo el escrito mon amour ^^