jueves, 14 de mayo de 2009

Christobal

Le conocí a través de algunos amigos que teníamos en común.
A los 18 años sólo nos importaban las pedas, salidas y fiestas.
Nos reuníamos en la refresquería de la alameda, tomando cervezas disimuladas en vasos de agua fresca mientras Orlando tocaba la guitarra y cantabamos toda la tarde.
Una buena época de vida, sin tantas preocupaciones y con ganas de comernos al mundo cuando la flojera nos abandonara... solo queríamos disfrutar.
El llegó con sus amigos, sentándose con nosotros y mezclandose en el relajo cotidiano que siempre ocasionabamos.
Platicamos solo un poco aquella vez, lo más importante era el alcohol y sacarnos del alma las penas a través de canciones de dolidos, reir y pasar solo un rato agradable, como cada día entre semana.
Su mirada me impactaba. Una mezcla de agresividad y paz que provocaba el sentimiento de descubrir lo que se ocultaba tras toda esa apariencia. Todo un Ninja camuflajeado en las sombras del misterio.
Entre charlas de otros conocí un poco de él. Su fascinación por patinar por más de 1 hora para llegar al centro de la ciudad, las artes marciales y su trabajo. Incluso el pavor que le tenía a las historias de fantasmas y cómo actuaba como un niño pequeño cuando oía ruidos extraños si se encontraba en un lugar solitario y despoblado. Sus risas a pecho abierto no eran escandalosas. Y su mirada analítica que buscaba entre cada uno de los presentes algún detalle sospechoso mientras se llevaba a la boca el popote para tomar más cerveza.
Yo lo miraba, fascinado. No con atracción, sólo la mera curiosidad de saber quién era aquel individuo misterioso.

La tarde se fue como agua, o más bien, como cerveza. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos y un abrazo sorpresivo. No estaba acostumbrado a abrazar a la gente en aquella época, pero el no permitía en nadie el sentimiento de duda ante este acto. Muchos de nosotros lo miramos extrañados al momento, observándolo mientras hacía lo mismo con cada uno. Un acto extraño que para el era muy normal.

Al día siguiente, regresé al mismo lugar, como cada tarde. Todos estaban ahí, menos él. Todo transcurría como siempre, las mismas canciones, cervezas y rostros. Y yo queriendo que el llegara para preguntarle tantas cosas, entre ellas, la intriga del abrazo que nos había dado.

Pero al final del día, el no se apareció.
Ni en las semanas siguientes.

Las cosas fueron cambiando con el paso del tiempo, en todo ese mes de Mayo el destino deshizo lo que las circunstancias habían unido. Orlando fue llevado a Veracruz por sus padres para continuar aquellos estudios inconclusos que al final lo conducirían al camino que realmente quería seguir, algunas parejas que parecían eternas se separaron para al final definir sus caminos junto a personas inesperadas y la escuela hizo a muchos más romper la monotonía y regresar a la vida real.
Yo me quedé preso de aquel lugar. Era mi único escape a mi vida y mi mente, tan confusa y rebelde en aquella época, el único lugar donde podía sentirme en paz.

Aquella tarde, ninguno de los pocos jovenes rebeldes que permanecían como siempre en ese lugar había llegado.

Ahí estaba yo, sentado con mi cerveza. Desesperado y solo por no comprender completamente los sentimientos y nuevas sensaciones que me invadían, me sentía completamente alejado de todo el mundo. Me perdí dentro de mi ser, mirando hacia la nada.
Y dentro de esa nada apareció un joven patinando como loco.
Era él.

Lo miré de reojo, enfocando mi rostro en el popote de la cerveza simulada. Esperando que pasara de largo pues no pensé que me reconocería. Se acercaba más y más, y de pronto giró violentamente hacia mi mesa, frenando y tomandome del hombro con su mano derecha.

"Que pedo!" - exclamó mientras giraba una silla para sentarse y recargar sus manos en el respaldo.

Comenzamos a charlar, de la nada, del todo. Mi cerveza se acabó y fuimos por más. El pagó, "por el gusto de reencontrarnos".
Todas las preguntas que quería hacerle se me habían borrado de la cabeza con el tiempo, y justo ese día mi mente estaba hecha un caos. El pudo notar eso, sin embargo, no sabía si era correcto abrirme.
No fue necesario comenzar. El comenzó a contarme su historia sin que yo se lo pidiera. En ese momento sólo eramos los dos. Mientras el tiempo pasaba, y la plática se profundizaba cada ves más. Se abrió sinceramente ante mí, tomándome de la mano mientras me confiaba todo aquello que pasaba en su vida y su cabeza. La sincronizidad entre dos almas encontradas en una mesa de plastico mientras la gente pasaba alrededor.
Y supe que podía abrirme ante el, y vomitar todo aquello que me angustiaba y me volvía loco.
Una plática que duró varias horas, algunas cervezas y que jamás se interrumpió. Donde en el transcurso de ese tiempo pude conocer el lado más profundo de alguien misterioso, casi desconocido, que sin esperar nada más que el ser escuchado puso su corazón abierto al cielo.

Un momento en mi vida que ha sido tan intimo como pocos.

Nos despedimos, nuevamente con un abrazo. Uno de esos abrazos largos, que te dicen que todo estará bien.

Durante muchos años, no volví a verlo. La única vez que lo ví, nuestras miradas se cruzaron solo por un instante, nos reconocimos y sonreímos, probablemente recordando aquella tarde. El semáforo cambió a rojo y yo di marcha a mi auto, mientras el seguía atendiendo a la clientela del pequeño stand de comida que tenía cerca del centro comercial.

Quizás algún día volvamos a encontrarnos. Quizás tengamos nuevamente una tarde llena de cervezas y corazones abiertos.

Y probablemente ese día pueda darle las gracias por salvarme del caos que me agobiaba aquella vez.

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